Tenuemente se levanta mi almohada. Amanece un nuevo día entre físicas verdades e hipócritas pensamientos. Me gusta susurrarle al viento mil locuras aunque haya gente que se empeñe en recordarme que estoy loco, que digo cosas sin pies ni cabeza, que nunca nada llegará a buen puerto. Pero esas personas no conocen más que una máscara tras la que se esconde la playa de la que partió la locura que al viento tiro y muchos otros de mis infinitos yos que en conjunto me definen como este ser informe y confuso que puebla el mundo en un vano intento de cambiarlo.
Nadie entendió esa lágrima, nadie entendió esa nota discordante con la música que de normal se oye y escucha. Pero no me preocupa y sí al mismo tiempo. El allí y el aquí nunca tuvieron nombres y apellidos tan claros como ahora.
Me encantaría poder gritar al viento mis reales locuras, las verdaderas ideas que recorren mi ser, lo que de verdad supone ser quién soy y como soy en el mundo de hoy. Pero ahora mismo me conformo con susurros, susurros claros eso sí pero recubiertos del miedo a que traspasen fronteras para las que aún no estoy preparado.
El miedo jugaba con una maraña de ideas, que a veces abrazaba locamente en su ahínco por no soltarlas, otras veces se desvanecía cansado, muy cansado, y las soltaba cuando ya ni existía. Fue buen perro guardián pero me gustaría que desapareciera, que se encaminara hacia el suicidio voluntario o hacia el patíbulo obligado por algún tipo de oculta y sabia razón. Pero aún no, ahí sigue.
Pero en ocasiones el miedo no desaparece sino que hace una apuesta con la locura que ha tomado a las ideas como cuerpo. Y de repente, justo cuando se va a desarrollar la apuesta, el miedo y la locura toman cuerpos humanos y apuestan un baile, un baile sincero en el que al acabar el que peor haya bailado lo debe confesar. Y casi siempre es el patoso miedo quien baila peor pues el desparpajo de la locura no tiene parangón.