Érase una vez la suave quietud de la inquieta palabra escrita. Escondida y
pública. Temerosa y desvergonzada. Adentrada y exterior.
Un día pulsé el botón de pause hacia una vida acelarada. Enchufé los motores
imparables de la desconexión. El vendaval que te tira. La marea que te
arrastra. El Sol que te quema. La lluvia que te moja. El río que te arrastra.
La queja que se yergue. El yo que se apaga. La vida que te vive.
Y, de repente, la autovía del día a día decidió que mi coche de rutinas y
lamentos derrapara y diera tres vueltas de campana melancólicas. Y salí un
poco, sólo un poco, de debajo de los hierros de plastilinas neuróticas y
perfeccionistas. Con muletas de madera de roble del formón de la calma después
de la tormenta.
Pero al que algo quiere, algo le cuesta. Así que por el camino desansiado de
la deceleración forzada hallé respuestas inusitadas. Me quité pesos que la
columna y el ánimo lastraban y perdí por momentos la naturaleza muerta en que
habitaba y la sonrisa perenne de un alma atribulada.
Y me equivoco, como me equivocaba y me equivocaré. ¡Y elijo y he elegido mal
toda la vida! Pero también bien. Porque mi humanidad no es más ni menos ni de
más allá.
¿Me bajaré, por fin, del cajón para tocarlo? ¿Viviré al fin la vida y no el
espejismo que mi mente crea? ¿Abriré la llave voladora de emociones
contenidas?
Paré por accidente para encontrar las piedras en el camino e intentar darles
un abrazo, o al menos, algo de vino.